Retrato de la felicidad

SIAL, 2002

   

Las lágrimas de Álvaro de Campos

            La primera vez que leí un poema de Álvaro de Campos, empecé a llorar. Creí que se trataba de emoción estético y, como acostumbraba a sentirla y, además, me satisfacía disfrutarla, no le di mayor importancia. Pero cuando llegué a esos versos que dicen:

           … consecuencia de tener cuerpo y alma,
            y el sonido de la lluvia llega hasta mi ser, y es oscuro

no puede continuar leyendo. Me ahogaban los sollozos y una amargura inmensa, desconocida, me embargaba. Me vinieron a la mente una mesa oscura, varias plumas cuidadosamente ordenadas, un cenicero lleno de colillas, las manos de un hombre –largas, delicadas, nerviosas- fumando un cigarrillo. Era una visión triste, desconsoladora casi, aunque no sabía por qué. Las manos, la mesa, la semipenumbra en que adivinaba aquella habitación me traían, desde algún lugar desconocido, sensaciones de inquietud y tormento, vestigios de un dolor que estaba en los versos pero procedía de mucho más lejos, de espacios recónditos.
 
           Al día siguiente abrí el libro con temor. Una curiosidad irresistible me empujaba hacia él pero la impresión anterior había sido tan fuerte, tan desmedida, que me asustaba la idea de volver a experimentarla. En esta ocasión solo alcancé a leer dos poemas.

            … y allá afuera la luz de la luna, como la esperanza que no tengo,
            es invisible para mí

decía Álvaro de Campos, y yo sentía expandirse por todo mi ser la negrura de lo no realizado.
 
           “…Lo que ni siquiera soñé…” me revelaba desesperaciones y vacíos que no reconocía, que no despertaban en mí recuerdos ni emociones que pudiese considerar propios pero que, no obstante, me conmovían con una intensidad desmesurada. Otra vez lloré y advertí, además, que aquéllas eran lágrimas extrañas pues, una vez vertidas, finalizada la impresión inicial de profunda nostalgia, dejaban paso a una especie de limpieza, o de vacío, muy semejante a la felicidad. Cuando logré serenarme me dije que no volvería a tocar aquel libro. Ninguna poesía del mundo, por excelente que fuera, merecía un precio tan alto como la propia tranquilidad.
           
            Pero volví a leer. Me intriga saber que nuevas –o muy viejas- emociones despertarían en mí las palabras del poeta. Fueran las que fuesen me hicieron llorar de nuevo y cada poema me aproximaba, de un modo u otro, a la figura de Álvaro de Campos. Alto, elegante, el pelo arreglado con espero, el monóculo sobre el ojo izquierdo y una media sonrisa levemente cínica en el rostro, le imaginaba paseando por los barrios altos de Lisboa o moviéndose indiferente entre el bullicio de las medinas de las ciudad de Oriente. En otras ocasiones me lo figuraba fumando y sin sonrisa, con la piel cubierta por la humedad que brotaba del río, escribiendo los versos que ahora me hacían llorar. Sin embargo, nunca cavilaba acerca de Pessoa. Jamás imaginé a éste pensando en Álvaro de Campos y escribiendo a través de él. La persona del heterónimo era tan real, tan carnal incluso, que más que leer me parecía escuchar su voz, la cual, naturalmente, era profunda, hermosa y pausada.

            Poco a poco, y en un intento de racionalizar todas esas emociones sorprendentes, empecé a investigar qué podía haber dentro de mi espíritu que fuese susceptible de ser conmovido por unos versos. En apariencia no había cosa alguna. Yo, al contrario que Álvaro de Campos, no había dejado nada, o casi nada, por hacer. Desde la adolescencia, la obsesión por ejecutarlo todo, por no elegir entre una u otra cosa sino tomarlas ambas, me había perseguido y, hasta cierto punto, había conseguido realizar todo lo realizable. A mi vida se le podían poner muchos reparos pero si era algo, era una existencia llena, Y si había una cosa que yo no podría decir jamás sería:

            No son nada.
            Nunca seré nada.
            No puedo querer ser nada.
            Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo.

            Porque yo no había soñado demasiado pero era muchas cosas, quizá demasiadas. De hecho, y por alguna razón desconocida, una fuerza muy intensa y muy profunda me había obligado desde siempre a tomar todo aquello que se me ofrecía, incluso a buscar lo que podía encontrarse un poco más allá- De modo que, ¿cómo era posible que a una persona activa como yo le conmoviesen los versos de un hombre capaz de decir:

            … seré siempre el que esperó que le abrieran la puerta al pie de una pared sin puerta?

            Una y otra vez me preguntaba por qué era capaz de entender esa poesía, que en principio debería serme casi ajena, en todos y cada uno de sus matices, casi como si me perteneciese. Pero no encontraba respuesta.

            Hasta que esta noche, al fin, he terminado el poemario. Antes de eso y durante seis meses –nunca había tardado tanto en leer un libro-, he llorado muchas más lágrimas de las que jamás creí tener. Cada poema ha sido una visión de la nostalgia o de la impotencia. He recorrido las carreteras de Estéril y los ojos de una niña en la ventana me han hablado de la aflicción; desde la oscuridad de Glasgow, que no conozco, he soñado con una ciudad blanca que tampoco es la mía; he saboreado el humo de cigarrillos tristes que no recuerdo haber fumado y he saludado a los dueños de tiendas en las que nunca entré.

            Esta noche, digo, he terminado de leer el libro y he comprendido, al mismo tiempo, qué me sucedía.

            Acabemos con esto y con todo lo demás.
            ¡Ah!, qué ansia humana de ser río o muelle.

En ese instante he comprendido que no era yo, sino Álvaro de Campos, quien lloraba por él mismo, transformado en lágrimas todo lo que antes únicamente supo convertir en palabras. Ha sido un fogonazo procedente de un pasado lejano. ¿Dónde se ha dicho que Álvaro de Campos era un heterónimo de Fernando Pessoa? Es mentira. Lo sé muy bien porque he recordado que hace mucho, muchísimo tiempo, yo fui Álvaro de Campos.

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