Dios y sus dados

ESPARTARIA, 2005

Dios y sus dados

Alberto Rocha nunca creyó en Dios ni en el azar ni en que el toreo fuese un arte. En cambio, era un fanático del trabajo y de la verdad científica. En el año dos mil treinta y siete, cuando la Comisión para la Defensa de los Derechos de los Animales de la UNESCO le ofreció la dirección de un proyecto de investigación dedicado a recopilar datos y argumentos que

justificasen la prohibición de todos los bárbaros ritos y juegos a que se sometía a los toros en muchos lugares del mundo, él ya era una autoridad en la materia y había publicado obras tan radicales como “El arte de la crueldad” y “La estética imposible del amor a la muerte”, libros que fueron durísimamente criticados, sobre todo en España y Sudamérica, por su invectiva feroz contra la tauromaquia. Rocha aceptó la oferta ilusionado, confiando en que sus tesis concluirían en algo práctico y en que él podría, al fin, intervenir siquiera mínimamente en la marcha del mundo para transformarlo en algo más parecido a lo que desde siempre había propugnado, es decir, en un lugar racional donde los seres humanos se alejasen cada vez más de la superstición y de la ignorancia. Constituyó un grupo de trabajo formado por expertos en la materia y durante cinco años se dedicó a viajar por todo el mundo recopilando datos, visitando cientos de bibliotecas y estudiando toda clase de textos.

Sus colaboradores más directos empezaron a notar extraños cambios en su conducta aproximadamente dos años después del inicio de la investigación. Se volvió reconcentrado y poco comunicativo, y pasó de la euforia a la ansiedad. Dejó de compartir sus descubrimientos con los demás y parecía no sólo obsesionado sino incluso amargado, como si el estudio que con tanto entusiasmo había iniciado se hubiese convertido de pronto en una pesada carga.  Los tres años que la UNESCO le había dado de plazo para entregar el informe se convirtieron en cinco, dos de los cuales –los últimos- los pasó casi aislado de su equipo, trabajando febrilmente sin dar cuenta a nadie de sus avances pero dejando entrever, de cuando en cuando, que los resultados obtenidos no le satisfacían.

Por fin, en marzo de dos mil cuarenta y dos, entregó a  la UNESCO el  “Informe  sobre  las razones
de los ritos del toro y las consecuencias de su abolición”, un texto cuyo sólo título fue suficiente para asombrar a los responsables de la organización y del que, previamente a su entrega, se habían desvinculado siete de los nueve miembros del equipo, alegando que no podían suscribir las conclusiones de Alberto Rocha y acusándolo de falta de rigor, de incompetencia e incluso de locura.

Lo que decía su informe, acompañado de una exhaustiva documentación, era que el sacrificio del toro, en todas sus acepciones más o menos cruentas, más o menos ritualizadas, más o menos encubiertas tras la apariencia de arte o signo cultural, respondía a una necesidad cósmica que el ser humano conocía desde muy antiguo. El equilibrio universal requería la inmolación del toro y dejar de derramar la sangre de este animal, aunque ya no se supiera la razón de la ofrenda ni ésta se hiciera con la excusa de atender a ninguna deidad, desencadenaría ciertos cambios en el cosmos, modificaciones aún desconocidas pero que sin duda alterarían de algún modo el discurrir del mundo.

La reacción de la Comisión para la Defensa de los Derechos de los Animales ante el texto de Rocha sólo fue comparable a la que el propio Alberto había tenido cuando sus investigaciones comenzaron a descubrirle una realidad diametralmente contraria a la que él trataba de demostrar. El rigor científico, la cualidad que más valoraba y más se exigía a sí mismo, no le había permitido rechazar ninguna de las evidencias que se oponían a su hipótesis pero le había inducido a buscar pruebas para refutarlas. Desconcertado e inquieto había viajado desde Indonesia hasta Madagascar tratando de encontrar huellas de la ceremonia ritual que Van Gennep había descrito entre la reina de los salakawa y un toro negro; había analizado línea a línea los trabajos de los estudiosos de los siglos XIX y XX, Leite de Vasconcelos, Lantier, Obermairer, Álvarez de Miranda y decenas de autores de todos los ámbitos y tendencias; había examinado cientos de representaciones gráficas de la relación ser humano-toro y descifrado miles de documentos repartidos por los cinco continentes; había estudiado exhaustivamente los mitos y los rituales taurinos de Egipto, Creta, Mesopotamia y Tarquinia, y los festejos calificados de arte y arraigados popularmente: corridas de toros de diversas épocas y formas, rejoneo, forçados, toros ensogados, toros de fuego, toros degollados...En la mayor parte de todo ello, muy a su pesar, terminaba hallando indicios de ese descubrimiento inesperado y absurdo que tanto le horrorizaba, que se negaba a aceptar y hacia el que sentía una inimaginable repulsión. Al final, tras cinco años de pugna con la certidumbre, hubo de admitir que su tesis previa era falsa y que, en reconocimiento a la verdad científica y a sus métodos –los cuales había contrastado infinitas veces, en búsqueda de algún error que le permitiese descartar sus hallazgos-, debía hacer públicas unas conclusiones que le repugnaban pero que no podía negar.

La UNESCO, naturalmente, rechazó su trabajo pero no pudo evitar que la prensa –primero la más especializada y luego todos los periódicos y revistas, hasta los más populares o sensacionalistas- tratase el tema, y mucho menos que ciertos expertos aprovechasen la ocasión para oponerse a las teorías de Rocha, dándose así a conocer o haciéndose más famosos de lo que eran con elaborados argumentos acerca de la racionalidad, el papel de los intelectuales en la sociedad contemporánea o, simplemente, la locura a la que conduce la soberbia de los científicos. También fueron numerosos los colegas que, perplejos, reconocieron que deseaban apoyarle en esta tesitura, pero que la misma independencia de pensamiento que a él le forzaba a defender sus ideas a ellos les impedía colaborar en lo que honestamente consideraban una aberración intelectual. La editorial Pulitzer-Planet publicó el texto y, aunque los métodos por los que obtuvo de la UNESCO –el propietario legal, puesto que Rocha ya había cobrado por su labor- los derechos de edición fueron oscuros y poco ortodoxos, el éxito de ventas fue tal que todos los implicados dejaron de protestar y se dedicaron a recoger dividendos. Alberto Rocha hubiese preferido un cataclismo universal a la publicidad de su tesis pero, a esas alturas, se conformaba con que alguien las refutase debidamente, con que alguno de sus detractores fuese capaz de demostrar que estaba  equivocado y que el universo era aquel ente incomprensible pero imaginable en el que él había creído durante toda su vida. Sin embargo,  nadie fue capaz de hacerlo. El asunto se convirtió en una cuestión de fe, justamente lo que más repelía al intelecto de Alberto, y la mayoría de los que se adhirieron a su hipótesis fueron precisamente los adictos a la superstición, a la credulidad y a la charlatanería. Aunque él trató de explicar, en todos los foros a los que pudo acudir, que se había visto obligado a aceptar esa teoría porque los datos obtenidos así lo querían pero que, en realidad, a él le parecía un disparate y deseaba con todas sus fuerzas que la comunidad científica trabajase para descalificarle, fueron innumerables los pseudoespecia-listas, adivinos, iluminados, líderes religiosos, gurús y espiritistas que convirtieron su obra en libro de cabecera. En cuanto a los aficionados a los espectáculos taurinos, la opinión se dividió en dos bandos irreconciliables: los que aplaudían a Rocha porque justificaba su inclinación y los que le denostaban por injuriar a la tauromaquia mezclándola con  intereses de dudosa filiación.

El uno de enero de dos mil cuarenta y tres, cuando todavía la polémica acerca de Alberto Rocha ocupaba a la comunidad intelectual y desataba pasiones entre el público más iletrado, incluso entre aquellos que sólo conocían referencias de su libro, entró en vigor la resolución de las Naciones Unidas por la que se prohibía absolutamente cualquier tipo de actividad o espectáculo en que el toro resultase muerto, herido o dañado, físicamente o en su dignidad de animal. Es de suponer que la orden se respetase, al menos durante los primeros días, ya que el protocolo había sido firmado por todos los países, incluso España, Méjico y Venezuela, los más reticentes, y todos los gobiernos estaban interesados en demostrar que cumplían las normas internacionales, al menos las de índole anecdótica y menor.

El ocho de enero del mismo año la agencia Reuter-Word Press ofreció la siguiente noticia: “La comunidad científica mundial se encuentra impresionada y dividida ante la observación realizada por el Centro de Investigación Astronómica de  Mohave (USA),  según la cual doce estrellas han dejado de emitir señales en la madrugada del pasado día seis. Las estrellas, conocidas como S612, S619, S632, S633, S637, S640, S641, S642, Mablús, Sheraa, Falor y Andinne, están situadas a distancias que oscilan entre los sesenta y tres y los ciento ocho años luz de la Tierra. La repentina desaparición de estas estrellas ha sorprendido a los científicos, que buscan ahora explicaciones para un fenómeno que podría aportar nuevos datos sobre la formación y desarrollo del universo...”.

Los defensores de la teoría de Rocha saltaron de alegría. Pocas veces en el transcurso de la historia se ha demostrado empíricamente la validez de una hipótesis en tan corto periodo de tiempo y de una manera tan indiscutible, afirmaban. Sus detractores negaban que la extinción de las estrellas tuviese ningún significado esotérico. Era simple casualidad, aseguraban, y lo demostraban explicando que para que esos cuerpos celestes dejaran de verse ahora desde la tierra, debían de haberse apagado hacía sesenta, ochenta o cien años. A eso   respondían los   primeros, en especial los de tendencias más místicas y religiosas, que la providencia divina lo había previsto todo, y las estrellas se habían oscurecido en el momento indicado para que dejásemos de contemplarlas cuando fuese necesario. Los más radicales incluso dijeron que Dios hacía lo que quería y que podía actuar sin tener en cuenta la velocidad de la luz ni otras zarandajas ateas y materialistas. Alberto Rocha no creía en el azar pero tampoco podía negar la evidencia y, horrorizado, se preguntaba si lo que se había roto con la ausencia de sacrificios taurinos era el equilibrio del universo o la capacidad de reflexionar del ser humano. Él, que amaba la racionalidad por encima de cualquier otra cosa, asistía al espectáculo que ofrecían científicos defendiendo la casualidad y videntes apoyándose en el empirismo. Él, que nunca había podido aceptar la idea de un dios vanidoso y ególatra que crease el mundo para ser eternamente alabado y glorificado, no podía ahora admitir que el orden universal se basara en hechos y actitudes incongruentes. Pero, si sus conclusiones le mostraban lo que él consideraba absurdo y  si nadie parecía capaz de negarlas de modo aceptable, ¿qué impedía suponer, insertos ya en esta espiral de sinrazones, que existieran otras cosas igualmente disparatadas que tuviesen un poder parecido? ¿Dónde quedaban y para qué servían entonces la inteligencia, el progreso, el tesón y la esperanza?

A Alberto Rocha este asunto le costó una depresión clínica, una ruptura matrimonial, la pérdida de prestigio académico y casi la ruina económica. Finalmente, cuando su vida parecía abocada al desastre más absoluto, intervino en ella Augusto Santimbello, el agente artístico más importante de Lationamérica y le ofreció convertirle en un hombre rico, famoso e influyente. Es probable que Rocha aceptase la oferta de Santimbello porque en aquellos momentos todo le era indiferente pero lo cierto es que, poco a poco, Alberto fue aprendiendo a disfrutar de los placeres de un cierto tipo de existencia que, si bien podía considerarse frívola, tenía cuando menos el encanto de lo tangible. Volvió a viajar por todo el mundo, esta vez dando conferencias, participando en tertulias  y concediendo  entrevistas  en todos   los medios de comunicación. No era un trabajo serio pero de él se obtenían satisfacciones inmediatas.

En los últimos tres años, Alberto Rocha ha amasado una fortuna que se calcula cercana a los tres mil millones de euros, ha escrito siete libros todos los cuales se han convertido en superventas, se ha casado con una modelo brasileña veintitrés años más joven que él con la que vive en su mansión de Papeetee, y su nombre es referencia obligada en círculos intelectuales, debates políticos y charlas de café. Hace poco, mientras participaba en el rodaje de una película sobre la formación de las galaxias, me confesaba que ha aprendido a ser feliz con lo que tiene, lo que, por otra parte y aunque no sea exactamente lo que preferiría, no es poco. “¿Te imaginas lo que es llegar a creer que hay un poder cósmico que lo ha dispuesto todo para que yo pueda estar en este momento en el mejor hotel del mundo, tomando el menú más caro y el vino más exquisito? Insensato, ¿no es así? Pero otra posibilidad, no menos descabellada, es que realmente el universo se rija por leyes tan ridículas como esa que yo descubrí, la de que el sacrificio  de unos mamíferos sirva para mantener el orden de los cuerpos celestes. Aún cabe otra, que todo dependa del azar. ¿Y sabes lo que me pasa? Que puedo admitir cualquier cosa menos la casualidad”.  Yo, claro, no supe qué contestarle. Al otro lado del jardín, el cuerpo de seguridad del hotel contenía a un grupo de admiradores de Rocha que pretendían acercarse a nosotros. El mar brillaba indiferente y verde. Pedimos otra docena de ostras y un poco más de vino.

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