Cielo Abierto

UGT, Madrid 2006

 

 Baile del sol, 2010

Aquel olor

A lo mejor ésa no era la primera vez, no sé, no estoy seguro. Bueno, pensándolo bien, es posible que hubiera pasado en otras ocasiones por el olor, sí, ese olor que le dije que había en casa, me parece que ya estaba allí antes de aquel día. En realidad, yo no recuerdo una época en la que no estuviese, así que… En fin, lo que le iba a contar es que aquella noche 

mis abuelos cenaban con nosotros, puede que fuera domingo, y a mí me habían dejado quedarme un rato jugando a la game boy mientras ellos veían Farmacia de Guardia, ¿se acuerda? Una serie que a mi madre le gustaba mucho, a al menos eso creo, porque a menudo la oía hablar de ella con Rosario, nuestra vecina,  cuando veníamos del colegio y se quedaban un rato en el descansillo de la escalera. Bueno, pues los cuatro –papá, mamá y los abuelos- estaban viendo Farmacia de Guardia y yo jugando con la videoconsola cuando mi padre empezó a gritar; no, no sé por qué, pero tampoco era raro que gritara, eso sí que recuerdo que pasaba a menudo.

Ahora que lo pienso, algo raro debí yo de notar porque dejé de darle a los mandos y miré a mis padres. Sí, eso es raro. Quiero decir que me parece que yo no hacía mucho caso cuando mi padre se enfadaba con mi madre, era algo normal, pasaba casi todos los días, así que si aquella noche paré de jugar y los miré tuvo que ser porque los gritos no eran los de siempre… O sí, a lo mejor eran iguales pero a mí me parecieron diferentes… No sé, la verdad, no sé, hace tanto tiempo… Pero, vamos, lo importante es que miré y vi a mi padre levantarse del sofá, coger a mamá de un brazo, tirar de ella para ponerla de pie y, mientras con una mano la sujetaba, con la otra empezó a darle bofetadas. Bofetadas, sí. No se me ha olvidado cómo sonaban. Eran como golpes en una bolsa, huecos, sordos. Baf, baf. Parecía que mamá estuviera hecha de ese plástico de bolitas transparentes, esas que se explotan con los dedos, sólo que ella no explotaba, al contrario, yo diría que los bofetones se le quedaban dentro y por eso se oían así, baf, baf, como si ella, papá y los golpes estuviesen lejos. Pero no, estaban ahí, a mi lado, y creo que pensé, esto no puede ser, los padres no pegan a las madres, ahora mis abuelos se enfadarán con su hijo, mi padre, le castigarán y él se pondrá a llorar y le pedirá perdón a mamá y nos abrazaremos todos, como en las películas de la tele, ésas en las que al final todos se perdonan y viven felices para siempre… La verdad es que puede que eso no lo pensara entonces, seguramente era demasiado pequeño para pensar cosas de ese tipo, a lo mejor estoy mezclando asuntos de más tarde, de muchas peleas que hubo después, bueno, no, peleas, no, porque mamá nunca se defendía, lloraba y decía por favor, ya no más, ya no más, o el niño, no ves que el niño nos está viendo, pero ella jamás le pegaba a él, así que peleas, lo que se dice peleas, no eran, no sé cómo se puede llamar a aquello.

Esa vez mi madre no dijo nada, sólo gritó y a mi me pareció natural porque los golpes eran bien fuertes, la cara se le estaba poniendo roja y empezó a salirle sangre de al nariz. Entonces mi abuela se levantó por fin y le mandó al abuelo, anda, llévate al niño a la habitación que no es bueno que vea estas cosas, y a mi madre le dijo, tú no chilles, mujer, que te van a oír todos los vecinos, mientras mi padre seguía dándole bofetadas y la sangre le manchaba el jersey con perlitas blancas que le habían traído los Reyes Magos y que se ponía en las fiestas. Mi abuelo me llevó a mi cuarto y se puso a leerme Merlín el Encantador, que era el cuento de Walt Disney que más me gustaba por lo de la espada y sobre todo porque Arturo se convertía en pez y en pájaro, y yo me imaginaba también convirtiéndome en otras cosas y viviendo en otra casa, como la de Merlín, que oliera a hierba y a té, porque en aquella época yo creía que el té tenía un aroma muy fuerte, parecido al del incienso de la iglesia pero más fino, más de palacio, elegante, todo lo contrario del olor de nuestro piso, ese que le he dicho antes. Sí, sí, yo sabía entonces que otras casas no olían igual, es más, estaba seguro de que sólo la nuestra olía de esa manera.

Yo tenía un amigo del colegio, Carlos, aunque le llamábamos Tapón, no sé si porque era muy canijo o porque se parecía un poco al niño de Indiana Jones y el templo maldito, ¿se acuerda del chinito aquel? No, Tapón no era chino pero de todas maneras se parecía al de la película. Bueno, el caso es que algunas tardes su madre, que era amiga de la mía, me recogía a la salida de clase y me llevaba a su casa, a veces hasta me quedaba a dormir allí. Ahora que lo pienso, es posible que los días que mamá no venía a buscarme fuera porque papá le había pegado… o a lo mejor era por otra cosa, no sé, pero en cualquier caso a mí, entonces, no me importaba la razón. Me encantaba quedarme en casa de Tapón. Todos creían que era porque me lo pasaba bien con él, porque nos reíamos antes de dormir y encendíamos las linternas dentro de la cama hasta que su padre venía y nos las quitaba haciendo ver que se enfadaba, aunque yo sabía que era mentira, aquello no se parecía a los enfados de verdad como los de mi padre. Pero no, a mí me gustaba aquella casa porque olía bien, a comida, a perro, es que Tapón tenía un perro que se llamaba Chucho y era un poco tonto, se perdía en el parque y había que buscarlo tardes enteras y cuando aparecía lloraba y se arrimaba a las piernas de toda la familia, asustadísimo… y a productos de limpieza, a tierra de las macetas…
Sí, en la mía también olía a esas cosas pero además estaba lo otro, eso que no estaba en la de Tapón ni en la de Rosario, nuestra vecina. No, ella no tenía hijos, sólo un gato blanco que bufaba cuando querías tocarlo. Ni en la de Carmen, mi madrina. Bueno, en ésa es que había un perfume delicadísimo, tenía en todas las habitaciones platos con flores secas, rosas, jazmines y no sé que más pero todo muy bonito. Carmen era la mejor amiga de mamá, se conocían desde pequeñas, fueron al colegio juntas, como Tapón y yo, sólo que ellas siguieron tratándose y nosotros no.
Cuando me cambiaron de colegio empezamos a vernos menos, al principio quedábamos algún sábado o algún domingo para ir al cine o merendar en un Burger pero luego, poco a poco, dejamos de llamarnos, es que ya no teníamos mucho de qué hablar, cada uno tenía sus amigos, sus cosas, ya sabe… Ah, sí,, Carmen. Pues era la amiga íntima de mi madre y mi madrina. Me gustaba muchísimo ir a su casa pero también a ella le cogí manía cuando lo de mis padres, la había escuchado hablar a menudo con mamá y le decía cosas malas de mi padre, muy malas, sí…

¿Qué siga con lo de primera vez que le vi pegar a mi madre? Pues eso, que yo estaba en la habitación con mi abuelo leyéndome Merlín el Encantador pero no me enteraba mucho porque desde allí se oía todo lo que pasaba en el salón. Se oían las bofetadas, baf, baf, baf, los chillidos de mamá y la abuela diciendo, pero cállate, cállate, es que no te vas a callar, no ves que es peor, y a mi padre no se le escuchaba, él no decía nada. Luego se dejaron de oír los golpes, se cerró una puerta, creo que la de mis padres, y la abuela vino para decirle al abuelo que cogiera a papá y se lo llevara a dar una vuelta, que estaba muy nervioso y necesitaba calmarse. El abuelo cerró el libro, salió y habló con papá pero yo no entendí lo que decían, ya no gritaban. Se fueron y la abuela me dijo, anda, ven, mira un poco la tele mientras te preparo un cola-cao. Entonces le pregunté por mamá, más que nada para saber si aún le salía sangre de la nariz, y ella me contestó que estaba bien, que lo que había pasado era una cosa de padres y que no tenía importancia, cosas de mayores, dijo, ya lo entenderás cuando crezcas. Ya ve, lo he entendido, vaya si lo he entendido, pero me parece que no era esto a lo que se refería mi abuela. Aquella noche ya no volvía ver a mamá.

La abuela me acostó y antes de dormirme, papá y el abuelo regresaron de la calle. Después ellos de marcharon, papá abrió la puerta de su habitación, la volvió a cerrar y no se oyó nada más. Me acuerdo del silencio y del olor de aquella noche. El silencio era muy grande, muy pesado, no sé cómo explicarlo, era tan denso que me hacía daño en los oídos. Y el olor, bueno, el olor era peor que nunca, tan intenso que yo no quería respirar para no notarlo, pero lo sentía incluso tapándome la cabeza con las sábanas, cómo si estuviera en todas partes o me persiguiera. ¿Cómo es exactamente ese olor? No sé, es… no se parece a nada… es un poco dulzón, pero no con el dulzor del caramelo líquido, por ejemplo, no, ni como el de las pastelerías. Es más bien como el de la fruta podrida o el de un filete que se queda en el frigorífico demasiado tiempo y hay que tirarlo, Algo así pero más fuerte y más… espeso, sí, eso es, espeso, como una baba invisible pero pegajosa. Da asco, de verdad, da mucho asco.

Fíjese que durante mucho tiempo me dio vergüenza que mis amigos viniesen a casa y se dieran cuenta de cómo olía. También es verdad que casi nunca venían porque a mi madre no le gustaba, por si ensuciaban o descolocaban algo y luego papá se enfadaba. Pero, de todas formas, yo tampoco los invitaba. Me los imaginaba olfateando los muebles, arrugando la nariz, y después riéndose y contando en el patio del colegio lo que pasaba en nuestro piso… No, la verdad es que nadie habló jamás del olor. Ni mi made, ni mis abuelos, ni Carmen, ni las vecinas, nadie, yo nunca escuché ningún comentario acerca de eso. Pero existía, se lo juro. Y existe. Si no, yo no estaría ahora contándole estas cosas. He venido por el olor. Si no hubiese sido por él, a lo mejor no me habría dado cuenta de lo que me estaba pasando, Ya ve, al final va a resultar que tiene alguna utilidad, que no es tan completamente malo como parecía. Claro, aquella noche la recuerdo porque fue la primera pero hubo muchas más bofetadas, más golpes, más palizas, más silencio, y el olor más incrustado en las paredes, en la ropa, en los muebles, incluso en los juguetes y en los periódicos que leía mi padre y que parecía que estuvieran hechos con un papel diferente al de los demás, que el lugar de a tinta oliesen a aquella cosa rara.

¿Qué qué decía mi madre? Nada, no decía nada. Gritaba cuando él la pegaba, o lloraba cuando hablaba por teléfono con Carmen o decía que se había dado un golpe con la puerta del armario si alguien le preguntaba qué le había pasado al verle una herida o un cardenal. ¿A mí? Ni una palabra, nunca hablaba conmigo de eso. Claro que yo tampoco preguntaba. Para qué, si ya lo sabía todo.

¿Opinar? ¿Opinar, yo? No, que va. Ahora que lo dice, me hubiera gustado que aquello no pasara, sobre todo porque me parecía que no ocurría en otras familias. Claro, yo no podía saber lo que sucedía en las casas de los demás. En el fondo, creo que alguna vez pensé que a lo mejor en todas partes era lo mismo y que, al igual que nosotros, todos callaban simplemente porque esas cosas no se podía decir, porque alguna ley lo prohibía, o lo normal era que pasara y nadie lo contara. Pero, aunque de vez en cuando pensara esas cosas, yo sabía que no, que aquello no era lo corriente. Lo sabía por el olor, porque, como ya le he dicho, no existía más que en nuestra casa y en la de mis abuelos. Si, claro, en la de mis abuelos también, ¿no se lo había dicho? Pues sí, allí estaba, aunque de otra manera, mezclado con la sensación de polvo y cosas antiguas. Además, mi abuela nunca tenía marcas de golpes ni lloraba cuando nadie la veía, estaba siempre tranquila, y mi abuelo no chillaba cuando se enfadaba, así que era parecido pero no era lo mismo.

A mí, que le pegase no me parecía ni bien ni mal. En todo caso, me hacía sentir incómodo. Cuando le veía golpearla, sentía una especie de vergüenza, como si estuviese mirando algo que no debía, me iba a mi cuarto y me ponía a jugar o, más tarde, cuando fui algo mayor, escuchaba música con los cascos puestos para no enterarme de lo que pasaba en el salón. ¿A mí? No, qué va, a mí no me pegó nunca. Y me regañaba poco. Por eso empecé a pensar que mamá se merecía lo que le pasaba, que algo hacía mal si mi padre se enfadaba tanto y la castigaba. Por eso y porque los abuelos tampoco protestaban sino todo lo contrario, le decían a ella, sobre todo la abuela, que se callara, que no gritar, que obedeciera a papá…

Ah, y también por otra cosa: porque mamá siempre le decía a Carmen que él era muy bueno, que la quería, que se ponía nervioso pero en el fondo la quería mucho. Eso lo escuché muchas veces. Era cuando Carmen se enfadaba con ella, insultaba a papá y decía que tenía que marcharse casa y llamar a la policía. Eso sí que me asustaba. Imaginaba a la policía llevándose a mi padre como en las películas, esposado, ellos agachándole la cabeza para meterlo en el coche, él gritando soy inocente, con inocente, yo pidiendo que no lo detuvieran y mamá sonriendo como las malas cuando se salen con la suya y todos piensan que son buenas pero no, en realidad engañan a todo el mundo hasta que en la escena del final se les nota en la cara que son culpables pero nadie se da cuenta. Sí, pensaba eso, y también que me si mi madre se marchaba de casa yo me quedaría con mi padre porque era más divertido, me compraba cosas y me llevaba al cine, al zoo, a las hamburgueserías… Así que, imagínese, cuando nos fuimos de casa, me agarré un rebote espantoso.

Al principio me cogió tan de sorpresa que no me di mucha cuenta de lo que estaba pasando. Recuerdo que llegué del colegio y la encontré acabando de hacer las maletas. Estaba muy blanca y le temblaban las manos. Me dijo, mete todos los libros y los cuadernos en la mochila, Carmen va a venir a buscarnos y nos vamos a quedar unos días con ella. Aquello no me gustó nada pero no tuve tiempo de protestar porque, efectivamente, llegó Carmen y nos marchamos muy deprisa, como si escapáramos de algo. Cuando me di cuenta de que de lo que huíamos era de mi padre, ya estaba en el coche. Luego, aquella misma tarde, me explicó que papá y ella se iban a separar, que yo viviría con ella pero que a él lo podía ver cuando quisiera, que seguiría siendo mi padre, eso no iba a cambiar. Yo me enfadé mucho, no lloré porque ya era mayor pero sentí una rabia enorme, tuve ganas de pegarla y en ese mismo momento entendí porqué papá la castigaba.
¿Qué si la odiaba? Pues claro, cómo no la iba a odiar si quería separarme de mi padre, me sacaba de mi casa, pretendía cambiarme de colegio… Y porque sí, porque le daba la gana. Si hasta su propia madre le dijo que estaba muy equivocada. Mi otra abuela, sí, la del pueblo. Vino porque papá la llamó, yo escuché cómo le echaba la bronca y le decía que lo que estaba haciendo no era de buena esposa ni de buena madre, ni de buena hija. Ésa es la madre de mi madre, es viuda, mi abuelo se murió antes de que yo naciera, pero cuando yo era muy pequeño creía que era la madre de papá porque se llevaba con él mejor que con su hija. Con mamá siempre discutía, ahora ya no, pero porque no viene a nuestra casa ni nosotros vamos al pueblo.

Desde la separación creo que casi no se hablan, es que el número aquel fue gordo, sí, ése cuando le dijo que tenía que volver con papá, recuerdo que se insultaron. Pero mamá nada, que lo había pensado bien, que ya no aguantaba más, que también lo hacía por mí. Y Carmen dándole la razón, que por eso yo le cogí tanta manía.

¿Mi padre? Hizo de todo para convencerla de que volviera. Un día, cuando nos levantamos, todo el descansillo estaba lleno de flores, ramos y cestas de flores de todas clases, rosas, gladiolos, claveles, ésas que no sé como se llaman pero que tienen una sola hoja roja, brillante, como de cera, bueno, había de todas, blancas, azules, amarillas. ¿Sabe lo que hizo mamá? Pues las tiró todas, sí, todas, sin mirarlas siquiera, llamó al portero y entre él, Carmen y ellas las sacaron todas a la calle y allí se quedaron hasta que la gente empezó a llevárselas, que yo lo vi desde la terraza. Otro día le mando un collar, de eso me enteré porque escuché cómo se lo contaba a otra amiga por teléfono, y también lo devolvió a la joyería, al menos no lo tiró. Pero a veces, también es verdad, la llamaba por teléfono para insultarla y nos seguía en el coche gritando que se preparara que le iba a romper todos los huesos para que aprendiera lo que era obedecer.

Fueron unas semanas muy malas, yo estaba nervioso, enfadado. Me hubiera gustado volver a casa. Y que todo fuese como antes, con mi habitación, mis postres, mis amigos. Pero no. Carmen y ella hablaban de abogados, de juicios, de denuncias y, al final, una tarde me dijo que papá y ella ya estaban separados. Luego nos fuimos de vacaciones a la casa de mi tía Pilar, que no es mi tía, es prima de mi madre, pero siempre la he llamado tía, no sé por qué, y cuando regresamos nos marchamos a vivir a un piso nuevo, en otro barrio. En el que vivimos ahora, sí. Si, me gusta, me gusta mucho, pero al principio me parecía horrible, era pequeño, tenía pocos muebles y no había ni jardín ni piscina.

¿Sabe cuándo me empezó a gustar? Pues fue una tarde en que estaba en el parque con unos chavales del barrio que había conocido hacía unos días y no sé cómo unos de ellos dijo algo de subir a mi casa para jugar un rato en el ordenador. Yo dijo, vale, veniros y probamos un juego que me acabo de descargar. Y, de pronto, cuando íbamos en el ascensor, me di cuenta de que no me importaba que entraran en casa. ¿Sabe por qué? Porque ya no estaba el olor. En esa casa no estaba y yo no me había dado cuenta. Como tampoco había notado que a mi madre ya no le molestaba que vivieran mis amigos. No, no se lo había preguntado ni ella me lo había dicho pero estaba seguro, segurísimo de que no le iba a parecer mal. No se imagina lo bien que me sentí. El olor había desparecido.

Me acuerdo de que estuve toda la noche olfateando la ropa, los libros, todo lo que había traído de la otra casa, y nada, ya nada olía más que a lo que tenía que oler, a plástico, a sudor, a papel… Entonces empecé a estar menos enfadado con mi madre. No es que la perdonara enseguida, ni que la entendiera, pero bueno, se me fue pasando el cabreo. Luego, pues ya se sabe, el colegio nuevo, los amigos nuevos, un fin de semana sí y otro no con mi padre, mi madre que empezó a ponerse camisetas sin mangas porque ya no tenía cardenales en los brazos.

Vamos que todo iba bien hasta lo de Marta. Marta es mi chica. Bueno era mi chica, ya no. Ése es el problema, que estábamos muy bien y de pronto se le ocurre decirme que se ha acabado, que ya no quiere que sigamos saliendo. Yo me quedé hecho polvo pero, bueno, más o menos entendí eso de que éramos muy jóvenes, de que no se podía concentrar en los estudios y el año que viene ya tenemos la selectividad, de que quería salir más con sus amigas. Lo pasé fatal, la verdad, pero me aguanté.

Hasta el día que la vi con un tío. Tanto rollo y al final lo que pasaba era que le gustaba otro chaval. No es sólo que yo lo viera, es que una de sus compañeras de clase me explicó que había cortado conmigo porque ya le gustaba ése. En lugar de decírmelo, se inventó todo eso de la edad, los suspensos. Me entraron ganas de estrangularla. Y estrangularla no, pero pegarle… eso fue lo que hice el día que me encontré con ella a solas en la biblioteca del colegio. Que conste que no pensaba hacerlo. Lo que pasa es que la vi tan tranquila, como si no pasara nada, haciéndose la simpática conmigo, que me fui enfadando poco a poco, según la escuchaba. Al final, ya no supe ni lo que me estaba diciendo, la agarré del brazo y empecé a darle tortas. Ella gritaba y yo le pegaba más. Las bofetadas sonaban baf, baf, como si su cara fuese una bolsa de plástico. Cuando llegó el bedel y me separó de ella, la biblioteca entera estaba llena del olor, sí, de ése, del olor de la casa en la que mi padre pegaba a mi madre.

Por eso he venido a contarle todo esto, porque en el colegio me hayan obligado ni porque me hayan amenazado con expulsarme si no colaboro para que me trate. Se lo estoy explicando porque en aquel momento, después de pegar a Marta, vi muy claro qué había olido en mi casa y por qué. Y no quiero que ése sea el olor de mi vida, no quiero volver a sentirlo. Así que pregúnteme lo que le parezca pero cúreme porque ya no quiero parecerme a los hombres de mi familia.

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