José Manuel Lucía Megías

La Mujer Desarmada

Montserrat Cano parece que lucha constantemente por no destacar. Ni en la vida ni en la literatura. Esfuerzo inútil. Hay algo en Montse que se escapa de cualquier descripción, de cualquier recuerdo. Nunca la he visto correr –y ahora que lo pienso, ni casi andar-, pero si me viene a la cabeza un imagen suya, esa primera imagen que nos regala el cerebro en un guiño de mil certezas, lo cierto es que en ella se destaca la sensación de movimiento, de no quedarse parada en nada, ni en las tristezas ni en las alegrías, ni en los triunfos y, mucho menos, en los fracasos. Conocí a Montserrat una larga noche en el Puerto de Santa María, después de recitar y escuchar versos en la Fundación Alberti. Horas y horas en una barra del bar entre whiskys y novelas, entre risas y confidencias literarias, entre el descubrimiento de los mismos gustos y de compartir algunas de nuestras más inconfesables fobias -¿por qué tiene que ser tan aburrido Muñoz Molina en sus novelas?-. Su primer libro de poemas, “Arqueología” es buen testigo de aquel primer encuentro, que se han ido concatenándose con otros a lo largo de estos años de presentaciones de sus libros de cuentos o de mis textos poéticos, de encuentros en la feria del libro o en casa de Basilio Rodríguez.

    Y ahora, en este caudaloso 2006, se nos descuelga con un libro ¿de poemas?: “La mujer desarmada”, publicada en la madrileña editorial Sial. ¿Libro de poemas?, me pregunto, ya que el verso deja lugar a unas prosas que son retazos de un corazón femenino que, ante nuestros ojos, va despojándose de los misterios y las enseñanzas de un territorio que sólo parece que pueda ser transitado por mujeres. Si con “Arqueología”, Montse daba un giro a la poesía imperante en nuestros tiempos, que va dando tumbos entre las voces más personales a las más mediocres en el campo de la experiencia, pues nos proponía, ni mas ni menos, que una nueva historia de la creación, ahora con “La mujer desarmada” el giro resulta revolucionario: el espejo de la literatura como espacio para desnudar el alma femenina.

    Y aquí queda desnuda –desarmada- un alma que, desde niña, se va llenando de imágenes impuestas, de conversaciones entreoídas, de sueños y esperanzas que de tanto repetirlas y de tanto esperarlas se convierten en las propias de toda niña, como si al nacer mujer ya se tuviera debajo del brazo un particular manual de instrucciones, un particular manual que habla de mujeres que sólo pueden llamarse así cuando cumplen, uno a uno, los preceptos de este particular mundo, en que las libertades y los sueños dejan de ser aéreos para ir convirtiéndose en los más terrenales posibles. Así comienza el libro: “Ser mujer, te dijeron, se parece a volar. Es someterse al capricho de los vientos manteniendo, sin embargo, el rumbo fijo”… pero, poco a poco, la vida va despojando de misterios los silencios y las palabras de los baños, de las cocinas o del cuarto de la costura, y de pronto, la realidad se impone: sólo hay un futuro, sólo por ser mujer se está destinado a un futuro: “Mucho antes que  de amor oíste hablar de un piso en un buen barrio, de un servicio de café de plata antigua, sillones confortables para el salón, un hombre al que le gustaban las corbatas de seda y la conveniencia de tener criadas no muy jóvenes. El deseo, o siquiera sus huellas, jamás formaron parte de las conversaciones”… Un futuro sin alas. Y poco a poco, esa proto-mujer se da cuenta del mal que le han hecho todas las mujeres con las que ha compartido su infancia: le han educado para reprimir sus sentimientos, sus voces, para nunca ser como esas otras mujeres que sí que hacían de su libertad una bandera: “Había otras mujeres. Fumaban en casa, en los bares, en la calle, se quitaban los zapatos en el cine y ponían los pies sobre el sofá, tenían amantes o convertían en amante al esposo, caminaban solas sin mirar a los lados, hablaban del mundo como si les perteneciera. Las demás murmuraban acerca de ellas en voz baja. Tú las distinguías porque olían a océano y peligro”. Volar, volar, volar… pero siempre manteniendo el rumbo fijo… Está claro dónde puede estar la felicidad, pero ¿es suficiente? “Puede que el júbilo estuviese en los pucheros y la felicidad en cuidar una rosa, pero ¿dónde la grandeza que exigía tu sangre y prometía el horizonte?” Y ante esta duda, ante esa realidad, comienzan las batallas y terminan las derrotas: un territorio femenino lleno de nuevos silencios en lo más íntimo de las sábanas y las almohadas: “La gran muerte es apenas la suma de cien muertes pequeñas que jalonan los días, y no puede haber finales felices si hay final. Me negaron el afán de la gloria, me hicieron vasija y sombra. Perduraré, tal vez, lo que dura un segundo apellido. Y después, nada”.

    Cierro el libro y la tapa negra se queda pegada en mis manos. Miro la cara de Polina Strepetova, pintada por Ilya Repin en 1882 en la portada, y ahora sí, ahora sí, después de leer el libro de Montserrat Cano, puedo entender algunos de los gestos, algunas de las tristezas en los ojos de esta mujer desarmada, de tantas mujeres condenadas a una existencia sin alas, a mantener, a pesar de su sangre, un particular rumbo fijo.

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